15 enero 2010

El terremoto, aquí

A pesar de que Haití dista mucho más de Europa que de donde me encuentro (Ecuador), me atrevería a decir que el impacto emocional por la tragedia del terremoto padecido en ese país está siendo muy superior en el viejo continente. Resulta paradójico pero responde a cierta lógica.

Sobrevivir, simplemente, es tarea cotidiana para millones de personas, aquí, en Ecuador. La existencia pende de un hilo sutil que las pésimas condiciones de vida y, en no pocas ocasiones, la naturaleza, a menudo corta en un santiamén.

Esta actitud ante la vida forja el carácter. Seguro que muchos de mis ahora convecinos, tras conocer el caos haitiano, lamentaron primero con un suspiro los miles de muertos, para, inmediatamente, dirigir el rabillo del ojo a la tierra y comprobar que continua estable. Mañana puede ser aquí.

Juro que hasta hace dos años jamás en mi vida había sentido lo que era un temblor de tierra. En la actualidad, en este país ya he vivido más de una docena. El más fuerte, en Guayaquil el 15 de noviembre de 2007. Registró una intensidad de 6,7 grados en la escala de richter. Una cosa seria.

Era sobre las 10 de la noche, me encontraba solo en casa e iba a conectar en ese instante la televisión. Al principio el efecto se asemejaba a la vibración que produce el paso de un gran camión, para tornarse paulatinamente en un desconcertante balanceo de toda la vivienda. El suelo se movía, literalmente, bajo mis pies como en olas. Fueron 30 segundos de zozobra -en todos los sentidos- que, afortunadamente, quedaron prácticamente en nada: algún daño material aislado en la ciudad. Casi un milagro. Porque un poco más de potencia -no mucha más- o un epicentro más cercano y el seísmo hubiera amenazado hecatombe.

Aquí no sólo la tierra tremola. El volcán Tunguragua, en una región del norte, lleva semanas emitiendo cenizas que presagian erupción. Desde el pasado mes de noviembre todas las ciudades del país padecen a diario –padecemos- cortes de suministro eléctrico durante varias horas. La dura sequía -estiaje lo llaman aquí-, inédita en cuarenta años, ha obligado a unas rígidas restricciones que creo que en España no existen desde la posguerra, allá por 1940-50.

Es difícil de entender esta situación desde la opulenta Europa, donde las preocupaciones caminan por otros derroteros. Complicado es incluso para mí, que ya habito más de dos años en estos lares. Es, definitivamente, otro mundo, otra filosofía. Cuéntales que la polémica gira en torno a un referéndum para el cambio de nombre de una avenida; explícales (o mejor, inténtalo) la indignación que ha levantado que los plenos se celebren a la hora de comer; diles que la austeridad municipal ha quedado plasmada en la congelación de sueldos de los concejales. Razónaselo y obtendrás un amable pero perplejo rostro por respuesta que se pregunta qué carajo te pasa.

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